
En un mundo de caminos inciertos, caminaba un hombre sin nombre, un viajero con el alma perdida. Sus pies estaban cubiertos por unos viejos zapatos desgastados, que contaban la historia de un pecador sin conciencia, con un corazón frío y por el que las "personas de bien" no le darían ni un vaso con agua.
Los pasos del viajero resonaban sobre las piedras del sendero empinado, una marcha lenta pero persistente, arrastrando no solo el peso de su cuerpo, sino el de su alma. Cada calle le recordaba los errores de su pasado y la culpa constante que los demonios le cantaban al oído, pronunciando sus fracasos. Su cárcel era la ley de la justicia por sus malas decisiones, y cada decreto levantado en su contra hacía que el viajero no deseara seguir viviendo, pero esto podía llevarlo a ser la comida de un profundo infierno eterno que desconocía.
Pero en esta batalla, dentro de su corazón, un eco suave y diferente resonaba como agua fresca:
—Sigue adelante, yo estoy contigo, pronto sabrás que YO SOY.
Aquella voz, más que un susurro, era una llama tenue que se negaba a extinguirse en medio de la oscuridad de su propia vida, pero la olvidaba a medida que se entregaba al letargo de las pantallas y a la monotonía.
Después de un tiempo, en un rincón de su camino y en medio de la euforia de la droga, el viajero se encontró con un hombre sencillo y de mirada profunda que irradiaba una paz que él anhelaba conocer. El hombre le dijo:
—El camino que recorres no es fácil, pero recuerda, aun en la guerra más temible, hay esperanza. Verás que Dios tomará tus derrotas y las convertirá en victorias, ÉL usará tus piedras para enderezar tu senda.
El viajero cayó al suelo y las lágrimas que había reprimido comenzaron a fluir, Se golpeaba a sí mismo y expresó con voz desgarradora:
—¡¿Y cómo puede Dios usar a un pecador como yo?! —gritó.
Pero ya no había nadie.
—¡Creo que me enloquecí! —dijo aterrado.
De todas maneras, había algo en esas palabras, aun cuando las hubiera imaginado. La guerra interna que libraba contra sí mismo comenzó a ceder por un momento:
—¡Dios, si realmente estás aquí... muéstrame el camino! —dijo con voz quebrada, dejando que su oración se mezclara con la suciedad de su cara.
Este viajero nunca había estado en una cárcel real; es decir, no le había hecho mal a nadie (más que a sí mismo). Pero se sentía como un "bastardo de la naturaleza", porque en su mente no había espacio para la luz. Llevaba una vida "normal": estudiaba, poseía mucho conocimiento de la historia humana, estaba de acuerdo con la revolución social, fumaba y asistía a fiestas oscuras.
Su familia, aunque lo quería mucho, le era indiferente; ellos no sabían nada sobre la raíz que lo envenenaba y que había hecho mella en las neuronas de su cabeza, solo pensaban que era un buen muchacho y que sabía muchas cosas.
Por eso los demonios le gritaban con voces en primera persona:
—No vale la pena seguir caminando, no sirvo para esto, soy tan patético hasta para morir, no soy digno de nada, es mejor ser invisible, no puedo hacer esto, soy ignorante, la soledad es mi compañía, así fui creado, me lo merezco por idiota, no quiero ser libre, no soy un hombre, no quiero vivir, soy un bastardo de la naturaleza, no creo en nada ni en nadie... etc.
Lo que el enemigo no sabía, era que cuando el viajero era un niño, había encontrado un libro que llevaba la verdad absoluta en sus páginas. Esa vida que el libro tenía, provenía de alguien a quien el niño no alcanzó a conocer, pero que igual quedó como una luz en su interior, a pesar de su desvío en el camino cuando este creció.
Los viajeros habitualmente exploran lo que hay a su paso, y este viajero no se quedaría atrás, porque sus pasos se detuvieron en un lugar sin letrero, en donde mucha gente se veía feliz.
Este curioso "bastardo de la naturaleza" quiso saber por qué la gente era diferente a la "gente de bien" que él había conocido. Era como si lo invitaran a algo distinto. Luego, escuchó melodías que trascendieron su alma y hubo una convicción diferente que no lo culpaba, sino que lo salvaba.
Escuchó palabras que le recordaron el libro que había olvidado y quiso saber más. Así que siguió asistiendo a ese lugar ocasionalmente y comenzó a cambiar el ritmo del palpitar de su corazón y la dirección de su bitácora personal.
En su corazón algo estaba por cambiar en el proceso, pues en medio de sus nuevas esperanzas halló una paz extraordinaria. Era como si una mano invisible lo levantara cuando sus fuerzas flaqueaban en sus momentos de guerra, temor, desesperación, duda y problemas. Pero ya no le importaba tanto, pues él quería saber más y ya no tenía nada que perder. Sin importar cuánto deberían repararlo en aquel taller, ¡tenía que ser libre!, y este tiempo fue suficiente para saber que esta libertad era lo mejor que le había pasado en la vida.
Agradecido y con sus manos levantadas, comprendió que la justicia que tanto temía ya no era una amenaza; porque ahora era un acto de gracia. Descubrió el amor de un Dios soberano, que comenzó a mostrarle que este era el preludio de su redención. Así que el viajero fue soltando el peso de su cruz poco a poco, por la promesa de un amor que lo esperaba al final de su jornada como extranjero en esta tierra.
Y fue allí, bajo la sombra de un Dios majestuoso, que vio un par de zapatos nuevos y brillantes como la esperanza recién descubierta. Sus ojos se abrieron a la verdad de este regalo, su corazón quedó libre del estupor que lo había atrapado por años, y su determinación fue más grande que la ansiedad que lo atormentaba. Entonces levantó aquellos zapatos con manos temblorosas, incapaz de comprender cómo podría recibir un regalo tan impresionante.
—¿Cómo pueden estos zapatos ser para mí, un hombre que ha fallado tantas veces?
Aquel hombre que apareció ante él una vez, regresó con una toalla atada a su cintura, dispuesto a lavar sus pies sin importar cuán sucios estuvieran. Este alfarero llamado Jesús, le dijo al viajero:
¿Y cómo irá alguien a contarles sin ser enviado? Por eso, las Escrituras dicen: ¡Qué hermosos son los pies de los que anuncian las buenas noticias de paz!" (Romanos 10:15).
Así que, con los pies impecables, se puso los zapatos con la certeza de la salvación y con un arrepentimiento genuino. Al instante, un calor suave se extendió por su cuerpo, comenzando desde sus plantas hasta arriba, muy, muy arriba de su cabeza, experimentando la gracia inmerecida de la que le hablaron en el taller. Era como si su alma, tan rota y tan gastada, fuera restaurada en ese mismo momento, porque aquellos zapatos no solo le cubrían los pies cansados, sino que también cubrían su vergüenza, su pasado y sus batallas perdidas.
El viaje continuó, pero el hombre ya no era el mismo, pues cada paso lo llevaba más lejos de la sombra de su antigua vida y más cerca de un destino lleno de propósitos. Además, su identidad original ardía como una llama que ya no se podía apagar, y con cada paso, sentía la presencia de alguien mayor, la bendición de alguien eterno que ahora caminaba con él. Este alguien es Jesús, el Salvador del mundo, quien había llenado su corazón de vida, su cuerpo con nuevas fuerzas y su espíritu con cánticos de amor desbordante.
"Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito (Jesús), para que todo aquel que en Él crea no se pierda, sino que tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por Él." (Juan 3:16-17).
Los viejos zapatos quedaron atrás, abandonados como un testimonio silencioso de un hombre que había sido encontrado, redimido, bautizado y amado más allá de lo que jamás pudo imaginar.
Ahora recorría su mundo con el calzado del evangelio de la paz, sabiendo que su batalla contra los demonios no había sido en vano, porque ya no peleaba solo. Ahora sabía qué había alguien que pelearía por él y que se había convertido en su mayor refugio para no regresar atrás, porque el amor de Dios lo había cubierto con una redención perfecta.
Con una sonrisa, el viajero cuyo nombre puede ser el tuyo, siguió su camino, con pasos firmes y llenos de propósito en todas las áreas de su vida; a nivel físico, mental, moral, espiritual, intelectual, financiero, emocional y sentimental, con la certeza de su posición en Cristo.
Y aunque el sendero aún pueda ser largo y escabroso, ya no le tendrá más miedo a las tormentas mentales que lo aprisionaban en el pasado, pues sabe que siempre será rescatado y caminara algún día en el Cielo, mientras tanto camina en esta tierra en comunión con el Espíritu Santo, pues el Señor le respondió: "Yo mismo iré contigo y te daré descanso." (Éxodo 33:14).
Hoy, es un hijo de Dios, viviendo en la paz que supera todo entendimiento, que puede entrar confiado al trono de Dios cuando ora y puede llamarlo "Abba Padre", "Daddy", "Papito Dios".
Este maravilloso viajero es un hombre que se convirtió en un testimonio viviente del amor de Jesús, llevando luz y sal desde las páginas del libro que lleva la verdad absoluta en sus palabras, La Santa Biblia.
Amigo y Amiga… mis queridos viajeros:
Este no es el final, ¡decidan creer!