El Testimonio de Rosa Elena


A sus 60 años, Rosa Elena había conquistado el mundo a su manera. Era una mujer exitosa, admirada y respetada por todos, con una vida llena de logros y lujos, además caminaba con la certeza de haber alcanzado todo lo que una mujer de su posición podría desear. Sin embargo, en el fondo de su corazón había un vacío que no lograba llenar, algo que ni los aplausos ni los reconocimientos podían satisfacer. A decir verdad, ella nunca se había detenido a pensar si necesitaba algo más profundo que su inquebrantable confianza en sí misma.


Un día, mientras revisaba su agenda atiborrada de compromisos, recibió una llamada inesperada de Álvaro, su exesposo. Rosa no pudo evitar una sonrisa irónica al recordar sus viejas discusiones y la intensidad con la que ambos habían defendido su orgullo. Pero al parecer, Álvaro había cambiado, porque hablaba como un hombre diferente.


—Hola, Rosa —le dijo él, con una voz calmada que a ella le resultó irritante y fascinante al mismo tiempo—. Me gustaría verte y contarte algo importante.


Rosa Elena, entre la curiosidad y un leve fastidio, aceptó. 

Días después, se encontraron en una tranquila cafetería, Álvaro, con una calma que ella nunca le había conocido, comenzó a hablarle sobre el amor de Dios y el poder del perdón.


—¿Perdón? ¿Perdón de qué? —respondió ella, con una media sonrisa incrédula, sosteniendo la taza de café como si fuera un escudo.


Álvaro continuó hablándole y tocó temas como el pecado y la salvación, de una forma en que no pareciera un tipo religioso y loco, si no más bien le contaba desde su propia experiencia en el aprendizaje de la biblia y lo que había aprendido en la iglesia.


Rosa sintió cómo una pequeña molestia comenzaba a escalar dentro de ella. "¿Pecadora, yo? ¡Por favor! Si yo he donado generosamente a una fundación, nunca he tocado un cigarrillo, y me he apegado a los valores que me enseñaron desde niña." ¡Ja! —se terminó el café y se marchó.


Sin embargo, aquellas palabras se quedaron como una espina en su corazón, algo molesto y persistente que no lograba sacudirse.


Esa noche, sola en su lujosa casa, se sorprendió al recordar las palabras de su exesposo, desde su sillón de cuero italiano, rodeada de trofeos y diplomas, de repente sintió el peso de una soledad que había ignorado por años. Recordó su matrimonio, las largas discusiones y cómo se había convencido de que era mejor quedarse sola.


Terminando su copa de vino, murmuró al vacío:

—¿Y qué gané con todo esto? Aquí estoy, sola, divorciada… y sin nadie que realmente me conozca.


Al día siguiente y por un impulso que ni ella comprendía, Rosa llamó a Álvaro y le pidió verse de nuevo:


—Álvaro, no creo que yo sea lo que tu dices, eso deberías decírselo a los que están realmente perdidos, ¿Por qué vienes así como así a fastidiarme la vida con eso? Qué ganas con esto? 

Oye, lamento ser tan dura, pero no necesito a tu Jesús.


Álvaro le sonrió con compasión, y con una voz suave le respondió: —Rosa, no tienes por qué cargar con esto más. Pero… ¿Te has perdonado a ti misma?


Aquellas palabras le llegaron fuerte a su corazón. En esa simple pregunta descubrió la raíz de un rencor antiguo y profundo que ni siquiera había notado. Fue ahí, en ese salón tan ajeno a su vida de perfección y control, donde Rosa entendió que el perdón no era solo para los demás, sino una necesidad para liberar su propia alma.


Ella se dio cuenta de que la verdadera carga que llevaba era el resentimiento hacia sus padres, quienes, en su búsqueda de riqueza y prestigio, la habían dejado al cuidado de niñeras y maestros. Además, todo su éxito se había edificado sobre una base de autosuficiencia forzada y un esfuerzo desesperado por demostrar que no necesitaba a nadie, para evitar el dolor. 


En consecuencia, Rosa Elena había repetido el mismo patrón con sus hijos, creyendo que con dinero y comodidades bastaría.


Una noche, en un acto de desesperación, Rosa Elena oró como nunca antes:

—Dios, por favor perdóname, ayúdame a ver que es lo que me alejó de ti, quiero recordar cuantas veces me buscaste antes y porque no te has rendido conmigo, llévame a perdonar y ser perdonada. 


En ese instante, y por primera vez en décadas, dejó que las lágrimas fluyeran, en ese momento ya no tenía a nadie a quien culpar más que a sí misma y a sus propias decisiones.


Poco después, visitó una iglesia de su vecindario, un lugar que siempre había criticado, pero la reunión le resultó extrañamente reconfortante, y se sorprendió a sí misma dejándose envolver en la calidez de la adoración. Y como si hubiera roto un cascarón de orgullo que la aislaba del mundo, comenzó a sentirse viva.


Un día, en la soledad de su habitación, cayó de rodillas.

—¡Perdóname, Señor! —clamaba con una voz temblorosa y realmente arrepentida, sintiendo el peso de sus errores y comprendiendo que Jesús ya había tomado sus pecados en la cruz y que el perdón era real y a su alcance. Gracias a ese perdón, comenzó a perdonarse y a perdonar a su exesposo y a sus padres en oración.


Semanas después, con la paz restaurada en su corazón, Rosa Elena decidió visitar a sus hijos en el extranjero. Sabía que tenía mucho que remediar, y esta vez estaba dispuesta a no rendirse. 


Cada reencuentro con ellos fue un desafío; pues sus hijos habían crecido distantes, con una mezcla de resentimiento y desconcierto hacia su madre.


—Quiero hablar con ustedes —les dijo, con la determinación de siempre, pero ahora con un toque de humildad. 

Los encuentros fueron tensos al principio, pero Rosa perseveró, compartiendo con honestidad su transformación. Ella quería que sus hijos conocieran al Jesús que había llenado el vacío de su vida, para que no pasaran por la misma indiferencia y soledad que ella pasó. 


Y así fue, poco a poco ellos también la perdonaron y fueron perdonados.


Tiempo después, Rosa Elena y Álvaro se encontraron nuevamente, esta vez en un pequeño evento de la iglesia. ÉL la observó de lejos, sonriendo al ver cómo esa mujer fuerte, que alguna vez se negaba a aceptar una pizca de vulnerabilidad, ahora irradiaba una paz y alegría que solo podían venir de una vida restaurada en Dios.


Al acercarse, ella lo miró con un brillo en los ojos que no había visto en su juventud, y sin necesidad de palabras, ambos supieron que habían compartido un viaje de redención. 


Con un cálido abrazo, sellaron un perdón verdadero y una amistad renovada, mientras Rosa le susurraba al oído: "Gracias, Álvaro, por ser el inicio de mi camino a casa".


Rosa Elena se convirtió en una madre y abuela presente, una mujer que ahora dedicaba su vida a servir a Dios con gratitud. En comunión del Espíritu Santo, comenzó a orar fervientemente por su familia, su iglesia y sus nuevos amigos. Con cada oración, su espíritu se fortalecía y siempre recordaba las palabras de Santiago 5:13-18.


En la iglesia, compartía su testimonio, inspirando a otros a encontrar la libertad a través del perdón. En su corazón, sentía la alegría de haber encontrado la verdadera riqueza en su vida:

¡Una relación genuina con DIOS! 


AUTOR: DIATHY EN ÉL CAMINO